jueves, 11 de octubre de 2012

Sobre si vocación viene de boca

El sábado disfruté de una fantástica representación de teatro. Un plantel de actores soberbio (encabezados por Manuel Galiana, Paca Gabaldón, Lara Dibildos y con un pequeño papel para mi sobrino Óscar Zautúa) nos obsequió con la magnífica trama de Testigo de cargo, basada en la obra homónina de Agatha Christie.

Esta historia me resulta especialmente cercana. La película del mismo título (Billy Wilder, 1957) era una de las pocas que había impresionado a mi padre, que la había visto al poco de su estreno en Buenos Aires; ni que decir tiene que, como buen drama judicial, mi madre siempre ha sentido devoción por ella. 

Con este bagaje, cuando la única TVE de los años 70 la programó, ambos hicieron una excepción a la rígida regla de nada de televisión entre semana y con poco más de doce años degusté con la respiración contenida las casi dos horas en las que la Justicia, la de los ojos vendados, la de verdad, coloca en la balanza la vida de Leonard Vole (Tyrone Power), acusado de un asesinato vil con todas las pruebas en su contra, un testigo de cargo implacable (no quiero dar pistas, porque debéis verla) y un abogado memorable, Sir Wilfrid Roberts, al que Dios, digo Billy Wilder, tuvo el acierto de entregar al talento de Sir Charles Laughton.

Esa noche decidí que quería ser abogado.

Unos pocas años después, conocí a Atticus Finch en Matar un ruiseñor. Mi suerte ya estaba definitivamente echada, para bien o para mal. Tratar a dos de los abogados más perfectos de la historia del cine (Atticus basado en el personaje real del propio padre de la autora), modelos de integridad, de honestidad al servicio de la verdad y de respeto por la Ley y por sus clientes. Generaciones de abogados en muchos países han atribuido a estos dos Letrados su vocación e, incluso, el Colegio de Abogados de Alabama erigió a estatua a Atticus en 1997 en Monroeville. Esto último solamente puede pasar en Estados Unidos, para bien o para mal.

Hoy, muchas muchas lunas después de aquello, tras quince años dedicado a ejercer la abogacía y saborear todo lo bueno y lo malo de esa profesión, me pregunto si son suficientes algunas imágenes idealizadas por el celuloide para fundamentar una decisión de ese calibre. Siempre recuerdo y aún lo repito numerosas veces a mis alumnos, la lapidaria frase de uno de mis profesores: no os engañéis, vocación viene de boca... Quizá deba haber un término medio entre una postura y otra.

A toro pasado, no me arrepiento de la decisión que me llevó a la toga, pero con lo que sé hoy no volvería a hacerlo. Más bien diría que lo que encontré me desencantó, creo que por mi propia incapacidad: la justicia era de letras minúsculas y yo no servía para jugar a eses juego y con esas reglas. Traté de hacerlo lo mejor que sabía, ayudé a toda la gente que pude, pero también me equivoqué y defraudé a otros. Y, desde luego, me quedé muy lejos de los modelos de Sir Roberts y Finch...

Termino con esto de la vocación y las decisiones, con otra reflexión que me asaltó a ayer en mi Centro de Salud. Allí, conocí a una enfermera que se llama Salud y me pregunté (y estuve a punto de hacérselo a ella) si su nombre la habría predestinado para su profesión. Luego pensé que se me iba un poco la cabeza. Me acordé de una compañera de Facultad a la que todo el mundo conocía por Mamen y por un padre y un hijo que fueron clientes que atendían por Falo y Falín. Evidentemente, el nombre no predestina a nada.

Besos para ellas y abrazos para ellos.


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