La
vida de estudiante de Juan Carlos Felipe Rey (ya, ya, el nombre era un regalo
de un abuelo furiosamente monárquico y con un punto de mala leche) discurría
por un arroyo casi seco. Alumno desencantado de materias sin mucho futuro
laboral, esclavo a tiempo parcial en una tienda de informática para completar
ingresos, su panorama vital no invitaba precisamente a la alegría. El carácter
introvertido con el que venía de serie, regalo genético de mamá, no le ayudaba
precisamente en sus relaciones sociales y, mucho menos, en sus escasas
aproximaciones al sexo opuesto. Porque las mujeres eran la pasión y el motor
que alimentaba la vida de Rey -todos le llaman así- desde que tiene uso de
razón. El problema es que ellas no lo sabían y los mensajes que él les mandaba,
elegían siempre una longitud de onda equivocada.
Para
remate de fiesta, se había quedado encastrado en la redacción de una tesis
doctoral para frikis -Psicopatologías en
los personajes de "El Señor de los Anillos"- y la crisis le había
dejado solo en un piso de estudiantes demasiado grande, viejo, alejado de todas
partes y decorado de arriba abajo con motivos relacionados con su compulsiva
obsesión con todo lo relacionado con la obra de Tolkien.
En
el marasmo en que se había convertido su vida de días, semanas y meses
idénticos, su suerte empezó a cambiar cuando su amigo Petín, pizzero de moto con
contrato indefinido, se estrelló contra una farola a la salida de una curva y
se ganó una escayola para cada pierna. Aún sin quererlo, se comprometió a hacerle
a su amigo el reparto del siguiente fin de semana.
Las
salidas de aquel sábado discurrían sin mayor novedad, salva sea la hora que
pasó dando vueltas en un polígono industrial para entregar una con doble de
anchoas, hasta que le cayó en suerte aquel pedido. Con la idea de terminar la
jornada pues la de pepperoni iba destinada al piso que enfrentaba la parte
trasera del suyo por el patio de luces, aparcó en la acera y pisó un enorme
zurullo, ¡¡ojalá sea de perro!!, al
bajarse de la moto. Con el buen agüero en las botas, subió hasta el quinto piso
dejando un inconfundible rastro en cada peldaño de aquella interminable
escalera.
Después
de las inspiraciones de rigor para recuperar el aliento, concentró sus energías
en la punta del dedo para llamar sin muchas ganas al timbre de la vivienda. Al
abrirse la puerta, Rey tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo para no caer al
suelo, pestañeando varias veces para asegurarse que el ser que tenía enfrente
era real y no un producto de su imaginación. Frente a él apareció una mujer de
una edad indefinible -podría tener cualquiera por encima de treinta y cinco-,
de formas rotundas entrevistas bajo la holgada y larga camisa de algodón que
era su único atuendo, con la estruendosa cabellera roja más brillante que la
espada de Aragorn recién bruñida y unos increíbles ojos verde esmeralda que
reían divertidos ante su cara de pasmo.
Cuando volvió a razonar con normalidad,
sobresaltado por el golpe de la puerta al cerrarse, la caja de pizza ya no estaba
en su mano, su lugar lo había ocupado un billete de diez euros y en el aire
había quedado un rastro de jazmín y azahar... Esto último es una licencia
poética porque, entre el recuerdo del perro en sus zapatos y los efluvios de la
mozzarella y el tomate que impregnaban su uniforme, oler lo que se dice oler,
no olía en aquel rellano a nada agradable.
Casi
levitando, flotó escaleras abajo, desató la moto, cubrió la escasa distancia
hasta su portal entre suspiros y metió el vehículo entre tropezones en la
garita del portero de su casa para acabar levitando, ahora hacia arriba, con la
intención de salvar los cincuenta escalones, cinco pisos, que le separaban de
la covacha a la que llamaba hogar.
Después
del impacto que le provocó la dama, Rey empezó a soñarla despierto y a recorrer
dormido cada rotonda de aquel cuerpo que apenas lograba imaginar, más por falta
de experiencia en la materia del físico femenino, que por falta de ganas o por
una ilusoria entrega a los aspectos platónicos de la relación entre hombres y
mujeres. Comía poco, dormía a retazos y apenas salía de su piso espiando las
horas muertas la ventana de la habitación de la chica que, como una cruel broma
del destino, se abría como la tentadora manzana del Paraíso frente a la venta
de su propio dormitorio.
La
primera necesidad fue ponerle nombre al objeto de sus desvelos y musa de sus
ensoñaciones. En las febriles noches de insomnio en las que saltaba como un
resorte ante cualquier reflejo luminoso en la ventana de enfrente, imaginó mil
y una palabras que pudieran aprehender la esencia de aquel ser casi divino que
la vida había colocado en su camino. Todas las desechó porque palidecían sin
acercarse siquiera a reflejar la esencia de la amada....
Menos
mal que sus vastos conocimientos de lengua élfica vinieron en su socorro. Acabó
por llamarla Nátulcien Súrion[1], eso sí,
decidido a no compartir jamás con nadie su verdadero significado: Aquella cuyos pechos desafían tozudamente la
ley de la gravedad.
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