lunes, 29 de octubre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (I)


La vida de estudiante de Juan Carlos Felipe Rey (ya, ya, el nombre era un regalo de un abuelo furiosamente monárquico y con un punto de mala leche) discurría por un arroyo casi seco. Alumno desencantado de materias sin mucho futuro laboral, esclavo a tiempo parcial en una tienda de informática para completar ingresos, su panorama vital no invitaba precisamente a la alegría. El carácter introvertido con el que venía de serie, regalo genético de mamá, no le ayudaba precisamente en sus relaciones sociales y, mucho menos, en sus escasas aproximaciones al sexo opuesto. Porque las mujeres eran la pasión y el motor que alimentaba la vida de Rey -todos le llaman así- desde que tiene uso de razón. El problema es que ellas no lo sabían y los mensajes que él les mandaba, elegían siempre una longitud de onda equivocada.

Para remate de fiesta, se había quedado encastrado en la redacción de una tesis doctoral para frikis -Psicopatologías en los personajes de "El Señor de los Anillos"- y la crisis le había dejado solo en un piso de estudiantes demasiado grande, viejo, alejado de todas partes y decorado de arriba abajo con motivos relacionados con su compulsiva obsesión con todo lo relacionado con la obra de Tolkien.

En el marasmo en que se había convertido su vida de días, semanas y meses idénticos, su suerte empezó a cambiar cuando su amigo Petín, pizzero de moto con contrato indefinido, se estrelló contra una farola a la salida de una curva y se ganó una escayola para cada pierna. Aún sin quererlo, se comprometió a hacerle a su amigo el reparto del siguiente fin de semana.

Las salidas de aquel sábado discurrían sin mayor novedad, salva sea la hora que pasó dando vueltas en un polígono industrial para entregar una con doble de anchoas, hasta que le cayó en suerte aquel pedido. Con la idea de terminar la jornada pues la de pepperoni iba destinada al piso que enfrentaba la parte trasera del suyo por el patio de luces, aparcó en la acera y pisó un enorme zurullo, ¡¡ojalá sea de perro!!, al bajarse de la moto. Con el buen agüero en las botas, subió hasta el quinto piso dejando un inconfundible rastro en cada peldaño de aquella interminable escalera.

Después de las inspiraciones de rigor para recuperar el aliento, concentró sus energías en la punta del dedo para llamar sin muchas ganas al timbre de la vivienda. Al abrirse la puerta, Rey tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo para no caer al suelo, pestañeando varias veces para asegurarse que el ser que tenía enfrente era real y no un producto de su imaginación. Frente a él apareció una mujer de una edad indefinible -podría tener cualquiera por encima de treinta y cinco-, de formas rotundas entrevistas bajo la holgada y larga camisa de algodón que era su único atuendo, con la estruendosa cabellera roja más brillante que la espada de Aragorn recién bruñida y unos increíbles ojos verde esmeralda que reían divertidos ante su cara de pasmo.

Cuando volvió a razonar con normalidad, sobresaltado por el golpe de la puerta al cerrarse, la caja de pizza ya no estaba en su mano, su lugar lo había ocupado un billete de diez euros y en el aire había quedado un rastro de jazmín y azahar... Esto último es una licencia poética porque, entre el recuerdo del perro en sus zapatos y los efluvios de la mozzarella y el tomate que impregnaban su uniforme, oler lo que se dice oler, no olía en aquel rellano a nada agradable.

Casi levitando, flotó escaleras abajo, desató la moto, cubrió la escasa distancia hasta su portal entre suspiros y metió el vehículo entre tropezones en la garita del portero de su casa para acabar levitando, ahora hacia arriba, con la intención de salvar los cincuenta escalones, cinco pisos, que le separaban de la covacha a la que llamaba hogar.

Después del impacto que le provocó la dama, Rey empezó a soñarla despierto y a recorrer dormido cada rotonda de aquel cuerpo que apenas lograba imaginar, más por falta de experiencia en la materia del físico femenino, que por falta de ganas o por una ilusoria entrega a los aspectos platónicos de la relación entre hombres y mujeres. Comía poco, dormía a retazos y apenas salía de su piso espiando las horas muertas la ventana de la habitación de la chica que, como una cruel broma del destino, se abría como la tentadora manzana del Paraíso frente a la venta de su propio dormitorio.

La primera necesidad fue ponerle nombre al objeto de sus desvelos y musa de sus ensoñaciones. En las febriles noches de insomnio en las que saltaba como un resorte ante cualquier reflejo luminoso en la ventana de enfrente, imaginó mil y una palabras que pudieran aprehender la esencia de aquel ser casi divino que la vida había colocado en su camino. Todas las desechó porque palidecían sin acercarse siquiera a reflejar la esencia de la amada....

Menos mal que sus vastos conocimientos de lengua élfica vinieron en su socorro. Acabó por llamarla Nátulcien Súrion[1], eso sí, decidido a no compartir jamás con nadie su verdadero significado: Aquella cuyos pechos desafían tozudamente la ley de la gravedad.



[1] Nota del autor: El autor no se hace responsable de la exactitud de la traducción ofrecida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario