martes, 30 de octubre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (II)

Haber llegado a Jefa de Personal de El Corte Inglés colmaba de sobra su ambición profesional. El sueldo y una fortuna familiar notable le permitían dar cumplida satisfacción a sus caprichos más refinados como el carísimo loft en el que vivía, un paladar de gourmet, una afición desmedida por la ropa y el calzado de diseño y mucha facilidad para subirse a un avión y aparecer al otro lado del mundo. Al tiempo, salía poco de casa y mantenía en el garaje un R11 regalo de su padre veinte años antes -trató de restaurar el R8 pero no encontró piezas para ello- que brillaba impecable como el primer día.

Por el lado de la vida social, en cambio, no podía decirse que fuera muy afortunada. Mantenía varios grupos de amigos, en sentido estricto, porque ella el cordón umbilical que los reunía y quien acababa pagando las facturas de las reuniones. Sus relaciones con los hombres, por llamarlas de algún modo, iban de peores a pésimas y atravesaba un período de reorganización emocional, preocupada por los ejemplares que se acercaban a ella casi desde su pubertad.

Su primer novio, allá por sus dieciséis, era un islandés veinteañero y con cara de gamba cocida, de paseo por Europa para gastar la pasta de los papás y que trató de convencerla que un buen orgasmo llegaba apenas quince segundos después de comenzada la faena. Le siguieron un mecánico de aviones que no fue capaz de engrasarle ni una sola pieza y un vendedor de libros a domicilio que apenas era capaz de cerrar una venta por semestre. Con los que vinieron después, el tiempo hizo una pelota de papel y los arrastró a todos hacia el sumidero de la memoria.

El penúltimo había sido especialmente decepcionante. Con un respetable contorno  torácico trabajado en el gimnasio, un cerebro proporcionalmente desarrollado conformaba un agradable conjunto: atractivo, con sentido del humor y atento a cualquiera de sus deseos, era de esas relaciones que prometían en la media distancia... para reventar con una pompa de jabón al acercarle el microscopio de la convivencia. Apenas dos meses compartieron casa, lastrados por el poco gusto de él por la higiene diaria y su obsesión compulsiva por aparcar los calcetines sudados bajo cualquier mueble de la casa.

Su última relación estaba tan reciente y dolía tanto, que aún no se permitía ni pensar siquiera en ella.

Y, la verdad, para un observador imparcial Tristana Afrodita de la Cal (su padre era un enfermizo aficionado a la mitología y no se conformó con bautizarla de esta cruel manera, sino que se encargó de popularizar el diminutivo con el que todo el mundo le llamaba, Trista) era una mujer preciosa. Con una bonita melena castaña que el Farmatint cubría de distintos colores según su estado de ánimo -ahora le había tocado al rojo violín- y unos profundos ojos color miel dorada -que en este momento disfrazaban unas lentillas verde esmeralda-, poseía las curvas precisas para que el deseo de un hombre se mantuviera en permanente estado de revista. De una inteligencia aguda y polemista, sus cualidades interiores no desmerecían en nada la envoltura que le había regalado la naturaleza.

Quizá, por ponerle un pero, su carácter presentaba un par de aristas en las que era relativamente fácil engancharse. La maldad de su madrastra y sus constantes alusiones a un imaginario exceso de peso, hacían que no estuviera muy satisfecha de su cuerpo y, quizá por lo mismo, había desarrollado una personalidad un punto autoritaria que afloraba cuando menos necesaria era.

El sábado que la vida de Trista entró en una nueva dimensión, había llegado a casa especialmente cansada del trabajo, se dio una larga ducha y encargó una de pepperoni a la pizzería del barrio. Cuando llamaron a su puerta, rescató la camisa que utilizaba cuando había que pintar alguna habitación de la casa y abrió esperando al pizzero habitual. Todavía se ríe recordando la cara de sorpresa del desconocido motorista, casco en mano, mandíbula inferior intentando cerrarse y ojos como anfiteatros hipnóticamente fijos en los suyos.   Con pocas ganas de conversación, recogió el encargo y cerró la puerta sin esperar la vuelta y sin que el muchacho hubiera sido capaz de articular palabra.

La sorpresa cambió de bando cuando le vio en la habitación de enfrente a la suya, fingiendo que estudiaba, apenas dos días después del encuentro de la pizza. Situación que empezó a repetirse todos los días, varias veces al día...

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