domingo, 4 de noviembre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (III)

En las semanas siguientes Trista y Rey inventaron un nuevo modelo de relación de pareja: el balconeo. Varias veces al día, en concreto cada vez que Trista se tenía que cambiar de ropa por el motivo que fuera, un radar biológico se activaba en los sentidos de Rey y le llevaba a la habitación de enfrente para mirarla embobado. En realidad Rey no esperaba verla desnuda -aquello habría colmado el mejor de sus sueños y le provocaría sin duda un infarto de miocardio-, sino que se conformaba con algún milímetro cuadrado de piel de la chica que, a sus ojos, brillaba como la aurora boreal.

Para Trista los primeros días fueron un poco molestos. Al entrar en su cuarto, soltarse el cinturón o desabrocharse un botón, sentía la mirada del vecino de enfrente -todos los esfuerzos que hacía para disimular lo ponían aún más en evidencia- revoloteando a su alrededor. Bastaba con salir de su campo visual, sentándose en la cama o abriendo la puerta del armario, para ver la rendición asomarse en la cara del joven. Pasadas un par de semanas Trista esperaba divertida la repetición de la escena habitual y se enfurruñaba las escasas veces que sus regates no tenían público.

La sorpresa fue darse cuenta que los ojos del pizzero, recuerde nuestro amable y despistado lector que de esa romántica forma se había conocido la pareja, no baboseaban en la forma masculina habitual, más bien la envolvían como una tenue caricia, al tiempo con la delicadeza que se apresa entre los dedos una pompa de jabón y con la firmeza que se aferra una porcelana que tememos que se vaya a romper.

Pasaron así varias semanas y los reiterados intentos de Trista por entablar conversación nunca pudieron pasar de la forzada levantada de cejas con la que Rey contestaba a sus saludos. Aquí, entre nosotros, a él ella le daba miedo. Pensaba que una mujer como aquella lo usaría de mondadientes y luego lo escupiría lejos. Pensaba que mujeres como ésa nunca se fijaban en hombres como él. Pensaba...., vamos, pensaba siempre en positivo. Por eso se conformaba con los fugaces retazos que entreveía entre parpadeo y parpadeo: hoy un hombro, mañana el otro, al siguiente el mismo del primer día, pasado un mes el canalillo o casi toda la espalda...

De esta peculiar forma avanzaba la ¿relación? entre ellos, cuando pasó la primera prueba de fuego. Trista coincidía cada mañana en la cafetería de El Corte Inglés con un monitor de gimnasio que almorzaba su ración del alpiste a la misma hora que ella compartía un mal café con dos compañeras. Habitual de Los Ángeles Café, donde se sirve el mejor café arábica de toda la ciudad, cualquier sucedáneo con el mismo nombre con el que mancillaban su taza le parecía un insulto a su paladar. A lo que íbamos. Jos -como se hacía llamar el musculitos Adalberto Belarmino José avergonzado de su verdadero nombre- le tiraba los tejos de forma descarada desde el año anterior y, animada por sus amigas, admitía esporádicamente sus invitaciones en el desayuno.

Sin saber muy bien por qué, esa mañana dijo sí a la habitual oferta de una cena en un restaurante de moda, de esos en los que la cuenta solamente justifica el ego del chef y la decoración de los platos encubre el vacío con el que llegan a la mesa. El amigo Jos era bastante atractivo, estaba en excelente forma física y prometía el vigor necesario para compartir cama sin muchas complicaciones posteriores. Del dicho al hecho, acabaron tomando una copa en el salón del piso de Trista y después de unos apresurados besos en el sofá se encaminaron entre risas al dormitorio. Allí siguieron las caricias justo hasta que Jos se entrampó en ese arma secreta que la tecnología ha puesto en manos de las mujeres para que dispongan de una última oportunidad a la hora de elegir pareja sexual: el cierre del sujetador. Atascado Jos en aquella hebilla traicionera, Trista atisbó por encima del hombro de su torpe amante al vecino que encendía la luz del cuarto, levantaba la vista como siempre hacia ella y con un profunda expresión de dolor apagaba rápidamente la lámpara y salía de la habitación.

Aquello fue el mejor antídoto contra el polvo desde los tiempos de invención de la mopa. La libido de Trista cayó como el índice de la Bolsa de Madrid, a pesar de sentir contra sus piernas la elevada prima de riesgo que se desperezaba en su pareja. Suavemente empujó a Jos hacia atrás y, afortunadamente, él entendió el mensaje sin otra explicación que la expresión de su cara, aunque equivocó el destino de sus iras porque la besó en la frente, recogió su camisa y la americana de Armani del salón y salió maldiciendo a la tía que había inventado esos puñeteros artilugios.

Lo peor fue que a Trista no la abandonó la sensación de traición que le atenazaba el cuello desde que vio a su admirador sorprendido por encontrarla en brazos de otro. Necesitaba con urgencia que él supiera que estaba sola, que el galán se había marchado, que no había pasado nada. Trasteó en la cocina, hizo correr tres veces seguidas el agua de la cisterna, colgó un par de pantalones secos del tendedero que hacía de puente entre las dos ventanas... Nada parecía tener resultados. Se tendió en la cama entre enfadada y confundida, segura de que lo había perdido para siempre y entonces le oyó volviendo a entrar en la habitación. La alegría que la inundó por todo el cuerpo, aún la pareció más irreal que todo lo que acababa de vivir.

Sin pensar muy bien en lo que hacía se incorporó dando la espalda a la ventana, soltó con enorme facilidad lo que para Jos había supuesto un jeroglífico y murmurando entre dientes vecino, hoy es tu día de suerte, se volvió hacia la ventana de Rey vestida solamente con un slip brasileño de encaje color gris piedra. Lo siguiente fue un golpe como de madera hueca, el sonido de unos cristales rotos y la luz de la habitación de enfrente que se apagaba de manera brusca.   

1 comentario:

  1. Le estoy cogiendo cariño a la "pareja".
    Muy bien escrito, maestro.
    Un fuerte abrazo.

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