martes, 13 de noviembre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (IV)

Al entrar en su cuarto y verla abrazada a aquel póster de gimnasio, Rey sintió una patada frontal en el plexo solar que le cortó la respiración e hizo que sus globos oculares pugnaran por sumarse a la fiesta de la habitación de enfrente. Aquella sensación horrible apenas duró unos segundos, porque se impuso su buena educación y apagó rápidamente la luz para salir del cuarto.

De vuelta al pasillo, apoyó la espalda en la pared y se deslizó hasta el suelo entre convulsiones, las que le provocaba un llanto sordo y seco que extraía gemidos de su garganta y le retorcía el alma como la garra siniestra de Sauron. Nunca supo el tiempo que pasó así. Aunque en su reloj, si lo hubiera mirado, no pasaron más cinco minutos, en su consciencia la relación con su vecina desfiló por su mente durante horas -desde el encuentro forzado por la pizza de pepperoni hasta el abrazo que acababa de presenciar- y le llevó a una conclusión aterradora: no tenía relación alguna con aquella mujer, no era más que una de sus habituales ensoñaciones para escapar de su la gris realidad que lo envolvía. Ni siquiera había cruzado una palabra con ella y pretendía algún control sobre los cuerpos que abrazaba....

Todavía aturdido por el torbellino de sensaciones que lo atenazaba, se sorprendió al oír ruidos extraños en la casa de la amada. Y esos ruidos no se parecían en nada a los gemidos del colchón que esperaba escuchar, sino a los de la cotidianeidad de los actos habituales de un single, trasteo de platos, agua corriendo, chirridos en el tendedero. Contuvo la respiración, aguzó el oído y se convenció que la vecina estaba sola en casa. 

Entre nebulosas cerebrales, se incorporó y entró con timidez en su propia habitación sin atreverse casi a levantar la vista del suelo. Al intuir un movimiento en la habitación de enfrente, alzó los ojos y, casi al tiempo, tuvo que cerrar la boca para que no se le saliera el corazón por ella. Aquel ser de fantasía que vivía en la casa de al lado se hizo humana, dijo algo entre dientes y le regaló una visión que seguro que no iba a olvidar en toda su vida: un pecho, mejor dicho, dos pechos espléndidos -al menos así le parecieron- magníficamente acabados y que le miraban entre retadores y divertidos.

El primer flash que le vino a la cabeza, amarrado a la escasa media neurona que no estaba dedicada a procesar la imagen que recibía su cerebro, era la justicia del nombre que le adjudicó ante su desconocimiento del verdadero, Nátulcien Súrion. Y es que aquellas dos maravillas, no solo desafiaban tozudamente la ley de la gravedad, se pitorreaban de ella y la ponían en solfa. 

Desafortunadamente, tan bellos y artísticos pensamientos no alcanzaron a ser más que un leve parpadeo en la inmensidad del cosmos, porque otras leyes de la física si que se hicieron patentes a lo largo de todo el cuerpo de Rey: varias tomaron vida propia y unas cayeron y otras subieron bruscamente. Entre las que cayeron, la mandíbula y el labio inferior que literalmente se descolgaron; entre las que subieron de golpe, como Rey se paró en seco con un pie en el aire, fueron los dos gemelos -la vulgarmente llamaba "subida de la bola"- los que provocaron mayor efecto. La contracción muscular hizo que el resto de miembros de su cuerpo se agregara al homenaje a la ley de la gravedad y le llevó de bruces contra el suelo, al que golpeó con sonido a hueco con su cabeza, arrastrando la mesilla de noche en su caída y haciendo añicos la lámpara que la adornaba.

El balance pues, de la fantástica visión, fue desolador. Dos gemelos contraídos, un regalo de su tía Engracia hecho pedazos -el único que tenía, porque era una rata la puñetera a pesar de estar forrada- y unos cuantos trozos de cristal clavados en aquella parte de su anatomía en la que la espalda pierde su honroso nombre. Vamos, que se le habían asentado en el culo para darle un toque más surrealista a la cuestión.

Confuso, herido, sangrante, pero aún con cara de atontado, el agudo timbre de la puerta no hizo más que añadir confusión al momento accidente. Como no esperaba visitas, ignoró la llamada las primeras ocho veces. Finalmente, la insistencia y el miedo a que todos los vecinos del bloque acudieran pensando que había muerto, se incorporó como pudo y recorrió el pasillo arrastrando los pies. Abrió en el momento en el que el anónimo llamante se tomaba un respiro y ...... ¡se encontró frente a frente con Nátulcien Súrion estirando el brazo para volver a aporrear el timbre!

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