domingo, 25 de noviembre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (y 6)

Rey alargó con brazos muy despacio, la rodeó con la misma decisión que si estuviera intentando atrapar una pompa de jabón y con la fuerza de una pluma de gorrión cayendo desde un árbol, estampó un suave beso en los carnosos labios que ella le ofrecía. Trista, a quien la decisión que mostraba él le pareció digna de un convento de clausura, entendió al fin que el muchacho necesitaba un ligero empujón, le rasgó la camiseta tirando del cuello, comenzó a acariciarle el pecho y la espalda y le enseñó en tres movimientos básicos la técnica de la perforadora: con la lengua le separó los labios, luego los dientes y para rematar sometió a la lengua de él a una danza copiada de las cobras de la India. A los cinco minutos de tratamiento Trista empezaba a entonarse y Rey caminaba por el Paraíso.

Animado por el ejemplo que acababa de recibir, trató de hacer lo mismo con el chándal de ella pero se le enganchó una uña con la cremallera y se hizo un pequeño corte en el dedo.... Además, las pequeñas heridas de su retaguardia hacía que cada movimiento fuera un calvario para Rey y dificultaban su concentración. Por eso decidió lanzarse a la piscina y aparentando una decisión que no sentía, susurró:

- Arrodíllate... por favor. La sorpresa paralizó de momento y, por un segundo, se arrepintió de haberse presentado en aquella casa. Al fin, su adorador no era más que un hombre pendiente exclusivamente del egoísta amigo que le habitaba entre las piernas. Y rapidillo, por lo que se veía. ¡Hala, al meollo del asunto y hasta luego...! Contradiciendo por una vez su instinto femenino se arrodilló delante de Rey que, en un movimiento absolutamente inesperado, se puso de pie, la rodeó y se colocó también de rodillas a su espalda, poniendo una de sus piernas entre las piernas de ella e invitándola a que apoyara la  espalda sobre su pecho.

Con delicadeza, le apartó el pelo de la nuca y comenzó a besarla con una intensidad desconocida hasta ese momento, recorriendo con labios y lengua el cuello arriba y abajo, rodeando cada oreja de abajo a arriba, mordisqueando, chupando y lamiendo como si se hubiera encontrado el maná de la Tierra Prometida. Entonces, paró  de improviso, cogió una de las vendas que habían quedado en el suelo tras la cura de urgencia y le cubrió los ojos de forma que no le permitía ver nada. 

Rey le bajó la cremallera y le quitó la chaqueta del chándal con lentitud, como a cámara lenta; luego cogió las tijeras de las curas y le rajó los pantalones por ambos lados. A Trista solamente la cubría el pequeño slip brasileño color piedra y la venda sobre los ojos, se sintió vulnerable y pensó fugazmente en las partes de su cuerpo que deberían estar más arriba, más tensas o más tersas, aunque lo que vino después se comió sus dudas estéticas en un abrir y cerrar de dedos. Él, con una camisa hecha jirones y un boxer que amenazaba estallar por las costuras, recordó las lecciones de Arte que le habían explicado el canon de la belleza y comprendió todas las explicaciones en un vistazo

El tímido y apocado amante que se sobresaltó con la fuerza del primer beso, había pasado a manejar la situación y la conducía con seguridad en una dirección que prometía agradables y apetecibles sorpresas... 

En el botiquín había también una botella de aceite de romero. La cogió, se empapó las manos y dejó correr varios chorros por la espalda y los pechos de su excitada pareja. Extendió las palmas y empezando desde los hombros, repartió el aromático líquido eliminando los regueros que recorrían su torso desnudo. Cuando toda su piel brillaba y olía a romero y sudor dulce, metió las manos bajo la escueta braguita y recorrió con movimientos circulares sus nalgas, de dentro hacia fuera, de fuera hacia dentro y luego de abajo arriba y de arriba abajo, una y otra vez, sin hacer fuerza, pero marcando cada centrímetro que recorría.

Trista sentía como el calor crecía en su nuca y una pequeña, al principio, llama de energía se encajaba en la base de su espalda; al tiempo, manoteaba intentando acariciar a Rey sin lograrlo y su respiración aumentaba en frecuencia e intensidad. Fue cuando él le lazó las muñecas con otra de las vendas de la caja.

Volvió al punto donde lo había dejado y sus manos aletearon por todo el contorno del cuerpo de ella tal como había hecho en sus duermevelas de las últimas semanas. Había imaginado tantas veces los pliegues, cada pequeño escondite, poro o cicatriz, que no necesitaba guiarse por otro sentido que su tacto. Aún así, le maravilló la suavidad de la piel que tocaba. Teñida de color y calor por efecto de las caricias, las yemas de sus dedos la recorrían como si pasara sobre pétalos de rosa o un arroyo de agua templada los envolviera. Apoyado en las caderas, subía por sus costados hasta las axilas, se desplazaba hasta el centro de la columna y bajaba parándose en cada vértebra como si fueran peldaños; al llegar al final, sus manos se hundían en el pequeño valle que marcaba el principio de la curva de sus glúteos.

Explorada aquella parte, las manos de Rey giraron en la cintura y se posaron en su vientre. Una subía al tiempo que la otra bajaba, dibujaba círculos, espirales, ascendía por encima del ombligo y descendía hasta el borde del pubis. Ella jadeaba y en un fogonazo le vino a la mente un libro que había leído y hablaba no sé qué de despertar a una diosa; se acordaba también de un amigo holandés de tres velocidades que guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Ni libro, ni amigo holandés. Aquel muchacho bisoño que la miraba embelesado a través del patio de luces, tenía manos de cirujano, dedos de pianista y, por lo que notaba a través de la ropa, instrumento de saxofonista.

Mientras, el muchacho bisoño sentía como toda su sangre palpitaba en una carrera frenética por llegar al centro de su cuerpo. Gruesas gotas de sudor hacían carreras sobre su piel y se mezclaban con la transpiración de la mujer. Al encontrarse las gotas, la luz de la habitación dibujaba pequeñas chispas en el aire. El ritmo de las respiraciones solamente se dejaba de oír cuando hablaban los besos y subía y bajaba conforme las manos de él y la piel de ella iban avanzando en la danza del placer compartido.

Cuando el ombligo y el vientre de Trista amenazaban con entrar en ebullición, las manos de Rey empezaron a avanzar en clara línea ascendente. Ella arqueó la espalda sintiendo por anticipado lo que iba a llegar. Efectivamente, con las palmas hacia arriba, cada una de sus manos llegó desde abajo a la ladera de sus senos. Como el orfebre que está modelando una figura de oro caliente, los dedos recorrieron los pechos milimétricamente, sin dejar un mínimo resquicio sin explorar. Sabiendo muy bien qué hacer, en algunos puntos presionaba con sus yemas, en otros se abrazaba a ellos con la mano abierta, dibujaba líneas y elipses apenas con un roce de sus uñas sobre las coronas rosadas que protegían los pezones...

Parecía que el tiempo se había detenido a observar el baile de los amantes. El cuerpo de la chica asemejaba un chelo de gráciles formas que él abrazaba, acariciaba, rozaba y pellizcaba para deleitar al mundo con los callados sonidos de los suspiros y gemidos de ambos. La intensidad de los movimientos crecía paulatinamente y los dos cuerpos parecían fundirse en uno solo cuando Rey  bajó sus manos hasta las rodillas de Trista, ascendió por la parte interna de sus muslos, que ardían como antorchas húmedas y descendió para volver a subir y a bajar y a subir y a bajar. ¿Éste hombre se va a quedar ahí? En cada fricción, los muslos de ella se habían ido separando un poco más, hasta dejarle el camino expedito. Cuando sus dedos, que parecían haber cobrado vida y actuar al dictado de una llamada atávica, se zambulleron en el pequeño estanque que había brotado entre las piernas de Trista y se internaron hasta el centro mismo de su deleite, ella tensó todos sus músculos y sintió que la hoguera que ardía en sus entrañas explotaba y llevaba descargas hasta las puntas de los dedos de sus pies y sus manos y hasta la raíz misma de sus cabellos, provocando pequeños espasmos que se expandían en círculos desde el punto que masajeaban los dedos de Rey. Ni siquiera el amigo holandés la había llevado tan alto. Y eso que todavía faltaba la guinda del pastel...

- Desátame, alcanzó a decir cuando sus jadeos empezaron a normalizarse. Para estar en igualdad de condiciones, ahora tú te vas a correr.

Fuera por lo autoritario del tono de voz, fuera por la ausencia total de sangre en el cerebro del mozo -cosa lógica, ya que el purpúreo líquido era esencial en aquel momento para dar vida a otra parte del cuerpo-, no pilló muy bien la intención de la frase. Con cara de resignación y de no entender muy bien lo que se esperaba de él, cogió unos vaqueros y una camiseta del armario, se los puso a la velocidad del rayo y en menos que canta un gallo salió de la habitación y del piso. Trista era la que ahora no entendía nada, desmadejada en el suelo por el fragor de la reciente batalla y paralizada por los derroteros que tomaba el asalto sexual.

- ¡...aaannnnnnaaaaaaaa! ¡Te quierooooooooooo!, le pareció oír a través de la ventana del cuarto. No es posible... Al tercer alarido ya se había convencido que todo era posible con su nueva pareja: al asomarse a la ventana, vio a Rey dando vueltas al patio de luces, corriendo con toda la fuerza que desarrollaban sus piernas. 
- ¿Era ésto lo que querías?, le chillaba desde abajo mientras adornaba la carrera con cabriolas a la manera de Rumpelstikin, el enano saltarín.

Sonriendo complacida, Trista pensó que aquello parecía el principio de una larga relación y si no lo era, ¡qué diablos!, al menos era un buen principio. También pensó que le gustaba más como sonaba Anna para diminutivo de su horrible nombre. Y pensando en lo que iba a hacerle cuando acabara con la demostración atlética, murmuró:

- ¡Cómo me asombras, Rey!

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