martes, 30 de abril de 2013

No hemos aprendido nada

 

Hace un calor asfixiante, incluso para lo habitual de un mes de julio. En una humilde casa de un pueblecito del norte de España, una mujer asustada y sus muchos hijos intentan dormir a pesar de los estómagos vacíos y los corazones afligidos: el padre acaba de huir a las montañas avisado de intenciones perversas. Una amenaza intuida por el hijo mayor en una conversación descuidada, le salvará la vida.

Desconfiando de tal huida, los bárbaros no cejan en su macabro empeño y al amparo del sopor de la madrugada y del anonimato de la oscuridad, prenden fuego a los cuatro costados de la vivienda, esperando que el fugitivo aparezca entre las llamas. El calor, el miedo y la suerte, hacen que la madre y los hijos reaccionen en sus duermevelas hurtando sus cuerpos a la voracidad de las llamas y contemplando la obra de los valientes entre las lágrimas provocadas por el humo y la rabia. Pasados un par de días, el balance de la razzia es desolador: la propiedad reducida a escombros (casa, pajar, cuadras…), los parcos enseres quemados o inservibles, los animales domésticos muertos y, por si perder lo poco que uno tiene no fuera bastante, la mujer aborta el bebé del que estaba embarazada y uno de los pequeños, de apenas unos meses, acabará muriendo debido a las lesiones provocadas por el humo.

Por desgracia, las alimañas nunca ven saciado su odio. No han pasado ni dos semanas, cuando las fuerzas vivas del pueblo programan una manifestación de adhesión a los sublevados y desagravio a la bandera. Eligen a las esposas o novias de rojos muertos o huidos, les rapan el pelo al cero y las pasean por toda la villa cargando con banderas rojigualdas descomunales. La mujer de nuestra historia, a pesar del peso y de la impotencia, camina erguida en primera fila con su hijo de cinco años prendido de su mano. Al llegar al final del calvario, enjuga las lágrimas del niño y masticando bilis le dice: No llores, que es un orgullo que nos dejen llevar la bandera de España… Solamente muchos años después, el niño entenderá que el alarde de chulería no fue más que un escudo frente a las fieras y un intento exitoso de apartar los ojos de los malditos de su familia. Efectivamente, al menos por un tiempo, las bestias dejaron de molestarlos…

Del otro lado del mapa, al sur, no hace menos calor y el salvajismo también se extiende por la tierra como una marabunta de pestilencia y náusea. Aquí el cuadro que observamos tiene pinceladas diferentes. La casona es enorme, bien amueblada y con una despensa que haría salivar de envidia a la familia del norte. En vez de animales domésticos hay un coche a la puerta y al ajuar no le falta de nada, envuelto en gasas y ropones. Lo único en común son las risas de los niños –vigilados aquí por amas de cría e institutrices- y el temor que se mastica en esos días finales del mes de julio.

En este hogar falta el hermano mayor, preso por facha y católico. Por desgracia, la incertidumbre y la manipulación a su familia sobre su porvenir va a durar muy poco: vilmente asesinado, las turbas enardecidas pasean por el pueblo su cabeza clavada en un palo entre cánticos y vítores que avergonzarían hasta a los animales si tuvieran esa cualidad. Ya puestos, milicianos y milicianas borrachos y armados entran en la casa enardecidos por la valentía de acabar con toda la familia. Sorprenden a los niños en el baño y acaban discutiendo entre ellos divididos por la ignominia de asesinar a los pequeños a sangre fría o dejarlo para una ocasión mejor. Esta vez la moneda cae de cara. Rodeados de muerte, esos niños y niñas vivirán para no olvidar nunca aquella tarde noche, serán expulsados de su hogar y el camino de sus existencias quedará marcado y transformado para siempre…

Seguro que al empezar a leer, muchos habéis pensado, ¡vaya, más de lo mismo! Los que me conocen bien, saben que no suelo hablar de estos temas. Los hechos están ahí, el baño de sangre, las monstruosidades, los abusos. Conocer lo que pasó no quiere decir vivir anclado en ello. Todos los españoles tenemos muertos y maltratados de uno u otro bando e, incluso, de los dos en la misma familia. Un día, allá por los finales de los años setenta, pareció que se cerraban páginas y que se ponían las bases para ir cicatrizando heridas. El tiempo nos ha hecho retroceder.

Estas dos pequeñas historias que he comentado, forman parte de la Historia reciente de mi patria. A mí me llegaron contadas por sus protagonistas, que las vivieron en un momento en el que solamente se debería pensar en hadas y caballeros: el niño de cinco años que caminaba llorando de la mano de su madre rapada –mi padre, mi abuela- y una de las niñas que vio desde una bañera de latón como la muerte pasaba a su lado –mi suegra-. Ni uno ni la otra me transmitieron otra cosa que dolor y un estupor enorme ante lo que les había pasado. No recibí de ellos ni una micra de odio, de afán de revancha. Como no me lo enseñaron, yo no aprendí a odiar a los que piensan diferente o a aquellos que creen en esta o aquella forma de Estado o de Gobierno. Es sí, abomino de los asesinos, de los cobardes, de los que se amparan en la masa o en su poder para causar daño a otro.

Nunca les agradeceré bastante todo lo que me enseñaron, hasta las punzadas de dolor que compartieron conmigo. Pero todavía valoro más las lecciones de vida que recibí de ellos: pudiendo odiar, con motivos más que sobrados para ello, no lo hicieron y no permitieron que los que veníamos detrás lo hiciéramos. Y eso que a aquellos días de negrura, los siguieron otros de oscuridad.

El padre de la familia del norte, acabó su breve escapada detenido y condenado a muerte por rebelde –acusado también de matar al cura del pueblo, que ayudó a su puesta en libertad al escribir al Tribunal Militar para demostrar que estaba vivo-. La generosidad del régimen le perdonó la vida y lo alojó gratis varios años en el Hostal de San Marcos (hoy emblema de la red de Paradores del Estado), amenizados con palizas, sabañones, miseria y simulacros de fusilamiento a la luz de la luna… Simulacros cuando había suerte y los cargadores llevaban balas de fogueo. Cuando llegó la libertad y volvió a casa, los hijos pequeños no le reconocían. El único delito de este hombre fue afiliarse a un sindicato de ferroviarios y verse señalado por la envidia de sus vecinos.

La familia del sur lo perdió todo y emigró a otras tierras para empezar desde el cero absoluto. Perdieron al hijo mayor y todo su patrimonio. Nunca recuperaron ni un mísero céntimo, ello a pesar del triunfo de los que supuestamente eran los suyos. Por el camino quedaron jirones de salud física y mental y un regusto de temor que los supervivientes no perdieron nunca. La parte común de la historia es la envidia, la falta de civismo y la carencia absoluta de respeto por las ideas del otro. En una cruel burla de la vida, el difunto fue asesinado por uno de los que recibían su caridad. Profundamente creyente, repartía la mitad de su sueldo entre los pobres…

Han pasado ¡¡setenta y siete años!! Tristemente, mi país y muchos de mis conciudadanos parece que no aprendieron nada de la sangre y la miseria que arrasó la tierra. Tantos años después se atizan los mismos odios y se emplean los mismos calificativos para violentar al que piensa diferente. Se ponen en las balanzas los sentimientos por unos y otros muertos, se recuperan agravios y se emplea la cabeza para embestir. Cuando veo o leo “reflexiones” tomadas por el afán de revancha, los argumentos del ¡y tú más! y cuando yo tenga la sartén por el mango te daré para el pelo… creo que España y los españoles no tenemos remedio.

Nos está devorando la crisis, atizada por la incompetencia de los que nos mandaron y la estulticia de los que nos mandan. Por primera vez en la historia económica de un país, nietos, hijos y padres comparten un porvenir cantado: el paro. Y las tres generaciones se amparan al cobijo de las magras pensiones de los abuelos. Calles enteras de mi ciudad presentan todos sus negocios cerrados. Sabemos que este año será malo. Y el siguiente también.

Frente a todo esto, no queda más que remar todos en la misma dirección. Los políticos no nos van a sacar del pozo, porque no saben o no quieren hacerlo. Ha de ser la sociedad civil la que empuje, cambiando lo que haya que cambiar (leyes, Constitución), pero no retrocediendo treinta años para cobrar supuestas facturas no pagadas. Y esto es compatible con el respeto a los muertos –a los propios y, lo que más importe, a los ajenos-, el recuerdo y el dolor por el daño que nos causaron o que causamos. Si los que sufrieron el horror en su carne y en su sangre fueron capaces de sobreponerse y avanzar, ¿no vamos a serlo nosotros? Vamos a ponernos de pie y a caminar sabiendo lo que dejamos  atrás, pero mirando siempre para adelante.

Abrazos para ellos y besos para ellas.

1 comentario:

  1. Te haces esperar, pero merece la pena hacerlo, jodío. Me ha encantado.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar