martes, 30 de octubre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (II)

Haber llegado a Jefa de Personal de El Corte Inglés colmaba de sobra su ambición profesional. El sueldo y una fortuna familiar notable le permitían dar cumplida satisfacción a sus caprichos más refinados como el carísimo loft en el que vivía, un paladar de gourmet, una afición desmedida por la ropa y el calzado de diseño y mucha facilidad para subirse a un avión y aparecer al otro lado del mundo. Al tiempo, salía poco de casa y mantenía en el garaje un R11 regalo de su padre veinte años antes -trató de restaurar el R8 pero no encontró piezas para ello- que brillaba impecable como el primer día.

Por el lado de la vida social, en cambio, no podía decirse que fuera muy afortunada. Mantenía varios grupos de amigos, en sentido estricto, porque ella el cordón umbilical que los reunía y quien acababa pagando las facturas de las reuniones. Sus relaciones con los hombres, por llamarlas de algún modo, iban de peores a pésimas y atravesaba un período de reorganización emocional, preocupada por los ejemplares que se acercaban a ella casi desde su pubertad.

Su primer novio, allá por sus dieciséis, era un islandés veinteañero y con cara de gamba cocida, de paseo por Europa para gastar la pasta de los papás y que trató de convencerla que un buen orgasmo llegaba apenas quince segundos después de comenzada la faena. Le siguieron un mecánico de aviones que no fue capaz de engrasarle ni una sola pieza y un vendedor de libros a domicilio que apenas era capaz de cerrar una venta por semestre. Con los que vinieron después, el tiempo hizo una pelota de papel y los arrastró a todos hacia el sumidero de la memoria.

El penúltimo había sido especialmente decepcionante. Con un respetable contorno  torácico trabajado en el gimnasio, un cerebro proporcionalmente desarrollado conformaba un agradable conjunto: atractivo, con sentido del humor y atento a cualquiera de sus deseos, era de esas relaciones que prometían en la media distancia... para reventar con una pompa de jabón al acercarle el microscopio de la convivencia. Apenas dos meses compartieron casa, lastrados por el poco gusto de él por la higiene diaria y su obsesión compulsiva por aparcar los calcetines sudados bajo cualquier mueble de la casa.

Su última relación estaba tan reciente y dolía tanto, que aún no se permitía ni pensar siquiera en ella.

Y, la verdad, para un observador imparcial Tristana Afrodita de la Cal (su padre era un enfermizo aficionado a la mitología y no se conformó con bautizarla de esta cruel manera, sino que se encargó de popularizar el diminutivo con el que todo el mundo le llamaba, Trista) era una mujer preciosa. Con una bonita melena castaña que el Farmatint cubría de distintos colores según su estado de ánimo -ahora le había tocado al rojo violín- y unos profundos ojos color miel dorada -que en este momento disfrazaban unas lentillas verde esmeralda-, poseía las curvas precisas para que el deseo de un hombre se mantuviera en permanente estado de revista. De una inteligencia aguda y polemista, sus cualidades interiores no desmerecían en nada la envoltura que le había regalado la naturaleza.

Quizá, por ponerle un pero, su carácter presentaba un par de aristas en las que era relativamente fácil engancharse. La maldad de su madrastra y sus constantes alusiones a un imaginario exceso de peso, hacían que no estuviera muy satisfecha de su cuerpo y, quizá por lo mismo, había desarrollado una personalidad un punto autoritaria que afloraba cuando menos necesaria era.

El sábado que la vida de Trista entró en una nueva dimensión, había llegado a casa especialmente cansada del trabajo, se dio una larga ducha y encargó una de pepperoni a la pizzería del barrio. Cuando llamaron a su puerta, rescató la camisa que utilizaba cuando había que pintar alguna habitación de la casa y abrió esperando al pizzero habitual. Todavía se ríe recordando la cara de sorpresa del desconocido motorista, casco en mano, mandíbula inferior intentando cerrarse y ojos como anfiteatros hipnóticamente fijos en los suyos.   Con pocas ganas de conversación, recogió el encargo y cerró la puerta sin esperar la vuelta y sin que el muchacho hubiera sido capaz de articular palabra.

La sorpresa cambió de bando cuando le vio en la habitación de enfrente a la suya, fingiendo que estudiaba, apenas dos días después del encuentro de la pizza. Situación que empezó a repetirse todos los días, varias veces al día...

lunes, 29 de octubre de 2012

¡Cómo me asombras, Rey! (I)


La vida de estudiante de Juan Carlos Felipe Rey (ya, ya, el nombre era un regalo de un abuelo furiosamente monárquico y con un punto de mala leche) discurría por un arroyo casi seco. Alumno desencantado de materias sin mucho futuro laboral, esclavo a tiempo parcial en una tienda de informática para completar ingresos, su panorama vital no invitaba precisamente a la alegría. El carácter introvertido con el que venía de serie, regalo genético de mamá, no le ayudaba precisamente en sus relaciones sociales y, mucho menos, en sus escasas aproximaciones al sexo opuesto. Porque las mujeres eran la pasión y el motor que alimentaba la vida de Rey -todos le llaman así- desde que tiene uso de razón. El problema es que ellas no lo sabían y los mensajes que él les mandaba, elegían siempre una longitud de onda equivocada.

Para remate de fiesta, se había quedado encastrado en la redacción de una tesis doctoral para frikis -Psicopatologías en los personajes de "El Señor de los Anillos"- y la crisis le había dejado solo en un piso de estudiantes demasiado grande, viejo, alejado de todas partes y decorado de arriba abajo con motivos relacionados con su compulsiva obsesión con todo lo relacionado con la obra de Tolkien.

En el marasmo en que se había convertido su vida de días, semanas y meses idénticos, su suerte empezó a cambiar cuando su amigo Petín, pizzero de moto con contrato indefinido, se estrelló contra una farola a la salida de una curva y se ganó una escayola para cada pierna. Aún sin quererlo, se comprometió a hacerle a su amigo el reparto del siguiente fin de semana.

Las salidas de aquel sábado discurrían sin mayor novedad, salva sea la hora que pasó dando vueltas en un polígono industrial para entregar una con doble de anchoas, hasta que le cayó en suerte aquel pedido. Con la idea de terminar la jornada pues la de pepperoni iba destinada al piso que enfrentaba la parte trasera del suyo por el patio de luces, aparcó en la acera y pisó un enorme zurullo, ¡¡ojalá sea de perro!!, al bajarse de la moto. Con el buen agüero en las botas, subió hasta el quinto piso dejando un inconfundible rastro en cada peldaño de aquella interminable escalera.

Después de las inspiraciones de rigor para recuperar el aliento, concentró sus energías en la punta del dedo para llamar sin muchas ganas al timbre de la vivienda. Al abrirse la puerta, Rey tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo para no caer al suelo, pestañeando varias veces para asegurarse que el ser que tenía enfrente era real y no un producto de su imaginación. Frente a él apareció una mujer de una edad indefinible -podría tener cualquiera por encima de treinta y cinco-, de formas rotundas entrevistas bajo la holgada y larga camisa de algodón que era su único atuendo, con la estruendosa cabellera roja más brillante que la espada de Aragorn recién bruñida y unos increíbles ojos verde esmeralda que reían divertidos ante su cara de pasmo.

Cuando volvió a razonar con normalidad, sobresaltado por el golpe de la puerta al cerrarse, la caja de pizza ya no estaba en su mano, su lugar lo había ocupado un billete de diez euros y en el aire había quedado un rastro de jazmín y azahar... Esto último es una licencia poética porque, entre el recuerdo del perro en sus zapatos y los efluvios de la mozzarella y el tomate que impregnaban su uniforme, oler lo que se dice oler, no olía en aquel rellano a nada agradable.

Casi levitando, flotó escaleras abajo, desató la moto, cubrió la escasa distancia hasta su portal entre suspiros y metió el vehículo entre tropezones en la garita del portero de su casa para acabar levitando, ahora hacia arriba, con la intención de salvar los cincuenta escalones, cinco pisos, que le separaban de la covacha a la que llamaba hogar.

Después del impacto que le provocó la dama, Rey empezó a soñarla despierto y a recorrer dormido cada rotonda de aquel cuerpo que apenas lograba imaginar, más por falta de experiencia en la materia del físico femenino, que por falta de ganas o por una ilusoria entrega a los aspectos platónicos de la relación entre hombres y mujeres. Comía poco, dormía a retazos y apenas salía de su piso espiando las horas muertas la ventana de la habitación de la chica que, como una cruel broma del destino, se abría como la tentadora manzana del Paraíso frente a la venta de su propio dormitorio.

La primera necesidad fue ponerle nombre al objeto de sus desvelos y musa de sus ensoñaciones. En las febriles noches de insomnio en las que saltaba como un resorte ante cualquier reflejo luminoso en la ventana de enfrente, imaginó mil y una palabras que pudieran aprehender la esencia de aquel ser casi divino que la vida había colocado en su camino. Todas las desechó porque palidecían sin acercarse siquiera a reflejar la esencia de la amada....

Menos mal que sus vastos conocimientos de lengua élfica vinieron en su socorro. Acabó por llamarla Nátulcien Súrion[1], eso sí, decidido a no compartir jamás con nadie su verdadero significado: Aquella cuyos pechos desafían tozudamente la ley de la gravedad.



[1] Nota del autor: El autor no se hace responsable de la exactitud de la traducción ofrecida. 

jueves, 18 de octubre de 2012

Una carta de amor


Entró en la habitación cuando estaba oscureciendo y no reparó en la cuartilla doblada que descansaba sobre la mesilla de noche. Colocó la americana en el galán y, al encender la pequeña lámpara, arrastró el papel que acabó abierto en la alfombra. Reconoció de inmediato la apretada letra de su compañera y ese detalle, unido a la ausencia de su esposa a aquella hora, colocó un mal presagio en medio de lo que parecía otro atardecer más. Cuando empezó a leer, la sangre se le congeló en las venas y un escalofrío anidó en su espina dorsal para siempre. La carta decía así:

La verdad, por muchos años que han pasado, nunca aprendí a encabezar una carta. Todos los comienzos me parecen mal y me resultan o demasiado formales o demasiado joviales. Por eso he optado por suprimir el saludo. Como supongo que estarás sorprendido y no quiero dar muchos rodeos -siempre recuerdo que me insistías desde novios "vete al grano, para decir rábanos no hace falta recorrer todo el huerto"- te lo explico muy rápido: me voy olvidando de ti y te estoy dejando de querer porque él ha entrado en mi vida arrasador como un ciclón.

En parte, me recuerda a ti, a nosotros cuando nos enamoramos. Él lo engulle todo, todo lo sobrepasa. No hay antes ni después, solamente el instante que enciende, arde y se consume en un parpadeo. Con él no existe nada más, ni nadie, igual que nosotros nos echamos uno en brazos del otro sin importarnos nada. Todo lo que fuimos, lo que nos quisimos, es capaz de devorarlo y reducirlo a cenizas.

Estoy viendo tu cara de sorpresa en este momento y la forma en la que vuelves atrás una y otra vez pensando que te has saltado algún párrafo. No bromeo, te lo aseguro. Y mucho menos me he vuelto loca. Al contrario, creo que nunca he estado tan lúcida y eso me hace ver con meridiana claridad la realidad y por eso te pido que nos adaptemos juntos a ella. Sabiendo que va a doler y que dejaremos jirones de alma en el alambre de espino que se despliega desde hoy entre nosotros.

Sabes de sobra cuánto te he querido. Sabes que, desde que nos conocimos, el amor que sentía por ti llegó a hacerse doloroso en su intensidad y que todas las horas del día se me hacían cortas para compartirlas contigo. La verdad es que también me he sentido muy querida por ti y aún hoy, casi cuarenta años después de nuestro primer beso, sé que me sigues queriendo con locura. Además, con sinsabores y penas, no hemos tenido una mala vida juntos, porque hemos sido capaces de aprovechar todos los resquicios de felicidad que nos hemos encontrado. Pero lo cierto es que todo aquello se va alejando de mí ante la realidad que vivo ahora.

Ahora. Eso es lo que quiero paladear, ahora. Desde que él llegó a mi vida, tu cariño se ha ido emborronando más y más y todo el amor que nos hemos dado se ha ido aparcando en una calle que ya no tiene salida. Pasan horas sin verte y ni mi acuerdo de ti porque estoy sumida completamente en él y en lo que él me exige. No, no te rías pensando que no tengo edad para esas cosas, porque estas cosas me están pasando. También tienes que tener claro que no hay vuelta atrás. Sabes que me entrego sin reservas y esta vez no va a ser una excepción: todo mi pensamiento, todo mi ser será para él. Es un amante muy exigente y no deja resquicios para que pueda pensar en nada que no sea él y de momento, aún puedo escaparme de su tiranía para sincerarme contigo y recordar juntos algo de lo que hemos vivido y se perderá como lágrimas den la lluvia, que dicen en tu película favorita.

No te voy a engañar asegurándote que todo lo que está pasando no me importa y que me dejo llevar sin más. La vida, a veces, toma caminos que no están en los mapas. Pero todo se acaba aceptando y más lo inevitable. Cada día que pasa soy más suya y menos aquella a la que has amado y que te amaba. Por eso te estoy escribiendo ahora esta carta antes que él, el alzheimer, arrastre por el sumidero de la memoria mis últimas palabras y mis últimos sentimientos. Porque hoy, ahora, aún puedo decirte que te quiero. Mañana tal vez no.

jueves, 11 de octubre de 2012

Sobre si vocación viene de boca

El sábado disfruté de una fantástica representación de teatro. Un plantel de actores soberbio (encabezados por Manuel Galiana, Paca Gabaldón, Lara Dibildos y con un pequeño papel para mi sobrino Óscar Zautúa) nos obsequió con la magnífica trama de Testigo de cargo, basada en la obra homónina de Agatha Christie.

Esta historia me resulta especialmente cercana. La película del mismo título (Billy Wilder, 1957) era una de las pocas que había impresionado a mi padre, que la había visto al poco de su estreno en Buenos Aires; ni que decir tiene que, como buen drama judicial, mi madre siempre ha sentido devoción por ella. 

Con este bagaje, cuando la única TVE de los años 70 la programó, ambos hicieron una excepción a la rígida regla de nada de televisión entre semana y con poco más de doce años degusté con la respiración contenida las casi dos horas en las que la Justicia, la de los ojos vendados, la de verdad, coloca en la balanza la vida de Leonard Vole (Tyrone Power), acusado de un asesinato vil con todas las pruebas en su contra, un testigo de cargo implacable (no quiero dar pistas, porque debéis verla) y un abogado memorable, Sir Wilfrid Roberts, al que Dios, digo Billy Wilder, tuvo el acierto de entregar al talento de Sir Charles Laughton.

Esa noche decidí que quería ser abogado.

Unos pocas años después, conocí a Atticus Finch en Matar un ruiseñor. Mi suerte ya estaba definitivamente echada, para bien o para mal. Tratar a dos de los abogados más perfectos de la historia del cine (Atticus basado en el personaje real del propio padre de la autora), modelos de integridad, de honestidad al servicio de la verdad y de respeto por la Ley y por sus clientes. Generaciones de abogados en muchos países han atribuido a estos dos Letrados su vocación e, incluso, el Colegio de Abogados de Alabama erigió a estatua a Atticus en 1997 en Monroeville. Esto último solamente puede pasar en Estados Unidos, para bien o para mal.

Hoy, muchas muchas lunas después de aquello, tras quince años dedicado a ejercer la abogacía y saborear todo lo bueno y lo malo de esa profesión, me pregunto si son suficientes algunas imágenes idealizadas por el celuloide para fundamentar una decisión de ese calibre. Siempre recuerdo y aún lo repito numerosas veces a mis alumnos, la lapidaria frase de uno de mis profesores: no os engañéis, vocación viene de boca... Quizá deba haber un término medio entre una postura y otra.

A toro pasado, no me arrepiento de la decisión que me llevó a la toga, pero con lo que sé hoy no volvería a hacerlo. Más bien diría que lo que encontré me desencantó, creo que por mi propia incapacidad: la justicia era de letras minúsculas y yo no servía para jugar a eses juego y con esas reglas. Traté de hacerlo lo mejor que sabía, ayudé a toda la gente que pude, pero también me equivoqué y defraudé a otros. Y, desde luego, me quedé muy lejos de los modelos de Sir Roberts y Finch...

Termino con esto de la vocación y las decisiones, con otra reflexión que me asaltó a ayer en mi Centro de Salud. Allí, conocí a una enfermera que se llama Salud y me pregunté (y estuve a punto de hacérselo a ella) si su nombre la habría predestinado para su profesión. Luego pensé que se me iba un poco la cabeza. Me acordé de una compañera de Facultad a la que todo el mundo conocía por Mamen y por un padre y un hijo que fueron clientes que atendían por Falo y Falín. Evidentemente, el nombre no predestina a nada.

Besos para ellas y abrazos para ellos.


viernes, 5 de octubre de 2012

Enseñar aprendiendo

No me puedo resistir a escribir sobre la docencia en el Día Mundial del Docente. La verdad, esto de los días mundiales, tiene su guasa... Que si el de los niños, el de los ancianos, el de la mujer, el inmigrante, los gladiolos, las orcas, el libro o el baile de salón... ¿Y el resto de los días del año? Pues a los niños, los ancianos, la mujer y el inmigrante, que les den las gracias por su colaboración y que los que sufren lo hagan en silencio; a los gladiolos y las orcas que los expongan en jardines y zoológicos; y el libro y el baile de salón que no molesten...

Lo que pasa es que aprovechamos que el Pisuerga pasa por Soria (juro que lo he oído en un programa de televisión), digo Valladolid, y le dedicamos un ratillo a la reflexión sobre la materia del día mundial en cuestión. Y me viene de perlas lo del día del profe, ¡¡pues vaya que sí!!

Los que me conocéis un poco, sabéis que tardé quince años en darme cuenta que la toga que tanto había deseado llevar no era de mi talla y, casi sin darme cuenta, la docencia se convirtió en mi puerta de entrada al mercado laboral. Soy uno de esos casos en los que algo inesperado (y muy traumático al principio), esa puerta que se cierra, me abrió una ventana fantástica.

Han sido casi cinco años dedicado full time a enseñar y que ahora están en paréntesis temporal que espero aprovechar para dedicarme full time a aprender. En años, han sido la tercera parte de los dedicados a la Abogacía, pero han sido capaces de borrar toda la bilis acumulada en los pasillos judiciales y devolverme las ganas de confiar en los demás.

La verdad, mis jefes nunca han sabido lo que he disfrutado en las clases, lo que enriquece como persona enseñar lo poco que uno sabe y absorber como una esponja lo que los alumnos te enseñan. Además, he tenido la suerte de tener pupilos y pupilas (hay que cumplir las leyes de igualdad) de todas las edades: desde los que podían ser mis hijos e hijas hasta, lo prometo, unos pocos que tenían más años que yo. La pluralidad de puntos de vista, de enfoques de vida, las lecciones de esfuerzo y ganas de aprender, el despliegue de talento que he podido disfrutar, ¡¡todo eso es impagable!!

Por todo esto me alegro que hoy sea el Día Mundial.Con la que está cayendo. Me viene a la mente aquella frase famosa que decía que en una guerra, la primera víctima es la verdad y, parafraseándola, diría que en una crisis, la primera víctima es la enseñanza. ¡¡Pobre un país que tiene en su refranero aquello de pasas más hambre que un maestro de escuela!! Cuando se lo dices a un extranjero, simplemente no lo entiende, no hay equivalente a este dicho en otras lenguas...

Desde hace años me he convencido que el deterioro general de la enseñanza reglada a todos los niveles, es parte del desdén que la clase política siente hacia la ciudadanía y parte de una estrategia para "analfabetizar" las conciencias. Un pueblo inculto, poco formado e ignorante, es un pueblo conformista y acomodaticio que piensa que todo lo malo que pasa no tiene remedio. Sí, eso de ¡qué se le va hacer, los españoles somo así! Os recomiendo encarecidamente la lectura de la entrada "El triunfo de los mediocres" en http://davidjimenezblog.com.

Termino ya. Vaya mi homenaje para todos los profesores que compartieron su tiempo y sus saberes conmigo, hasta para aquellos que me enseñaron precisamente cómo no quería yo enseñar. Vaya mi homenaje para todos los que abren su jornada de trabajo con un decíamos ayer... (frase que dijo o no dijo Fray Luis de León al volver varios años después a su cátedra en Salamanca) ante un auditorio más o menos expectante.

Y, como siempre, besos para ellas y abrazos para ellos.

jueves, 4 de octubre de 2012

Sobre la ambición y otras reflexiones

Antes de que mi único lector me reproche lo abandonado que tengo el blog (jejeje, a lo peor no me lee ni él), voy a volcar blanco sobre negro que dicen los puristas, algunas reflexiones que me rondan la neurona los últimos días.

La primera de estas reflexiones tiene como protagonista a un deportista llamado Nikola Karabatic, triste actualidad estos días por asuntos totalmente ajenos al deporte. Voy a centrar a los que no han seguido la noticia. Karabatic es un francés de ascendencia serbocroata (nació en Serbia), jugador de balonmano y, casi con unanimidad, considerado el mejor jugador del mundo de este deporte desde hace unos cuantos años. El "pequeñín" (mide 1,97 y pesa 104 kilos) tiene 28 años, ha sido dos veces campeón de Europa, del mundo y olímpico, amén de un sinfín de títulos de Ligas, Copas, Supercopas y Ligas de Campeones en Francia y Alemania. El año pasado, la biblia del periodismo deportivo, L´Equipe, lo definió como el campeón de campeones. Icono mediático mundial, imagen publicitaria de marcas comerciales punteras, se le calculan unos ingresos anuales de un millón de euros, una auténtica brutalidad para un jugador de balonmano. Tras los JJOO de Pekín, fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, la más alta condecoración de la República de Francia.

Con todo este palmarés, el tal Kara (pone el juego de palabras a huevo) ha saltado a los medios estos días porque está detenido junto a otros jugadores de su club actual ¡¡por amañar un partido para ganar en las apuestas!! Vamos a concederle el beneficio de la presunción de inocencia (ha reconocido que apostó, lo que le costará una sanción administrativa, pero niega que participara en el amaño porque no jugó el partido), pero el solo hecho de apostar para ganar unos 20.000 euros revela que el talento que despliega en la cancha no es extensible a su conducta fuera de ella. ¿Qué más quiere esta gente? ¿Nunca se tiene bastante? ¿Veinte mil, doscientos mil o dos millones de euros pagan su foto esposado entrando en una comisaría y un borrón de esta magnitud en una carrera intachable?

Casos como éste saltan todos los días a los medios y me llevan a pensar en todos los que habrá similares y nos pasan desapercibidos. No sé si eso tiene que ver con la ambición, con el ansia de tener más poder, más dinero, más, más y más. Tal vez el error está en que entronizamos a estrellas del deporte, de la canción o de los shows televisivos como si fueran la reencarnación de Gandhi o Luther King. Y no es que no lo sean, sino que son los más ferozmente humanos de todos los humanos, porque son capaces de permitirse todos los caprichos, excentricidades y salidas de tono que se les ocurren.

Quizá para triunfar en estos mundos hace falta esa ambición, esa voracidad que te convierte en insaciable y que te empuja a querer siempre más. Quizá no. Si tuviera esta respuesta, sería que había conseguido hacer la pregunta correcta..., pero no la tengo, como pasa con otras muchas cosas...

P.D.: Antes de despedirme por este folio, comentar que el sábado iré al teatro a disfrutar de una obra que, para bien o para mal, marcó mi vida, Testigo de cargo. Acontecimiento doble, porque disfrutaré de mi sobrino Óscar Zuatúa en el escenario y de una gran historia. Pero eso será materia de otra entrada. Besos para ellas y abrazos para ellos.

lunes, 1 de octubre de 2012

Miro la vida pasar...

Van pasando los días... Pocos o muchos, variará según la percepción más o menos agradable del tiempo que pasa... Hace poco me contaba una amiga que su hijo, cinco añitos la criatura, le había pedido que le explicara el continuo espacio-tiempo, ¡¡rediós!!

Pocos o muchos, decía, los días que veo pasar. Algo más de una semana desde la entrada anterior y la vida sigue igual. ¿Qué es una semana diluida en un mes, un trimestre o un año? Nada, apenas agua entre los dedos.... Pero, ¿qué es una semana sin comer, sin dormir, sin respirar? Pues casi una quimera, un imposible metafísico...

Parece que estoy melancólico hoy. Será el otoño. Será la sensación de examen permanente que tenemos los parados en busca de trabajo. Sí, es muy curioso. Al salir del mercado de trabajo y pelear por volver a entrar, cuando vas enviando currículos y te inscribes en ofertas de trabajo, te sientes examinado, pesado, medido, valorado de manera constante. Y los días que pasan, las llamadas que no llegan y las inscripciones que se caen, van socavando el edificio de tu seguridad: no estoy suficientemente preparado, no doy el perfil, es por la edad, es por mi nivel de croata... De lo que se trata es de construir un perfil de autoestima como el tapiz que tejía Penélope esperando la vuelta de Ulises, pero al revés: la confianza que destejen los días que pasan sin nada, la vuelves a tejer de inmediato, ¡¡cómo sea!!

La verdad, es fácil caer en la autocompasión y dejarse llevar por el huracán de  negatividad que nos envuelve por todos lados. A lo peor los mayas tenían razón y estamos llegando al final de los tiempos. Lo que pasa es que no hemos interpretado correctamente las señales: creo que estamos en una encrucijada de caminos, colectivos e individuales. 

Es momento de tomar decisiones cruciales para uno mismo y para toda la sociedad. ¿Estás en paro? Lo importante es no estar quieto: fórmate, estudia, completa y actualiza tus competencias, utiliza todos los medios que puedas para darte a conocer y mostrar lo que sabes... ¿Y a nuestro alrededor? Hay que decidir si mantener un sistema que se cae a pedazos o derribarlo y construir uno nuevo y diferente. Es tiempo de que todos los que estamos en el barco rememos en una dirección y pedir que se bajen los que no quieren remar o los que van en otra dirección.

La conclusión de hoy, es que no vamos a dejar que nos pueda "la negrura". Las palabras clave son "podemos", "sabemos", "queremos". A un mensaje nefasto, otro luminoso. A una puerta cerrada, mil ventanas que se abren. ¡Ah! Y quiero terminar con una reflexión: oí hace un par de días en un programa de televisión, que no merecía la pena recortar una prebenda de los Diputados, porque apenas supone un millón de euros al año y hay cosas más importantes.... Esto es como lo de los días del principio: un millón entre miles de millones es agua en los bolsillos; pero, con ese millón se paga un sueldo bastante digno a unos treinta o cuarenta maestros, o médicos, o asistentes sociales. Ése el millón que me vale.